LOS SONIDOS DEL COLOR
Hace veintitrés años vivía en la calle Alcalde Sáinz de Baranda. Alquilamos un piso a una viuda de un ex telefónico. Era un séptimo con buena luz, con un patio que daban nauseas, la casa estaba toda manga por hombro. Mi suegro de aquel entonces, era un poco quisquilloso, mañoso, y bastante toca pelotas, pero se encargó de poner encima del suelo de cocina y baño, un corcho que quedó muy aparente. A mí, la casa me encantaba, porque tenía un sitio en el que poder pintar mis cuadros.Desde niño me vienen a la cabeza miles de momentos de otras vidas vividas, y en las que veo cómo ocurrieron hechos del pasado que dejarían a cualquiera fuera de juego. Y cuento esto, porque veía en mi ‘estudio’ momentos y olores que no reconocía, pero que recordaba. Y los pinté. ¿Mi ayudante? Un tal Lucas con babi del cole, y manos llenas de pinturas, poder, energía creativa, y ¡tan bonito mi bebé!
La pintura como tal, no el arte de la pintura, mucho menos del dibujo, y antagónico al hiperrealismo solemne… es la concentración histérica de la realidad vivida y no expresada. Contención de sentimientos y de color. Expresión pura y dura, unida a texturas y complementos que llenaban de amor, olor y notas musicales. Contacté con un viejo amigo de mi hermano Carlos, Pedro Saura, amigo a su vez de Pajicolicai, un tipo irrepetible.
El tal Pedro un bohemio más majo que la leche, sano, con buenas maneras, buen tipo. Hacía sus músicas y le invité a participar conmigo en la PRIMERA EXPOSICIÓN DE PINTURA PARA CIEGOS. Aceptó encantado y nos pusimos a trabajar en su estudio de Miraflores. Rodeados de pinos milenarios, de olores a tierra mojada, a corteza noble, locura y naturaleza en estado medio aceptable. Abríamos las ventanas para que saliese el humo de la marihuana que nos acompañaba, era necesaria para poder sentir, creer y llegar un poco más allá. La verdad es que daba lo mismo, estábamos para hacerlo y lo íbamos a conseguir.
Pinté un cuadro que terminó en la colección de David Marjaliza Villaseñor, a través de un regalo que le hice a Ana, su hermana. Éramos pareja, nos queríamos, era un ser adorable. Lo llamé El Paular, y el primer cuadro, con la primera música, que acabó en la que pudo ser nuestra nueva casa en el centro especulativo de Valdemoro.
Preparamos más de veinte cuadros y entramos en contacto con una galería que no recuerdo el nombre ‘¿Gondomar?’, y que regentaba un señora mayor que era muy friqui.
Mi hermano Carlos pagó el catering, y yo vendí casi todos los cuadros, y recibí encargos para otros tantos. Los canapés estuvieron de maravilla, Carlos se gastó una pasta, por lo que le estaré eternamente agradecido, y se dio cuenta de nuevo, de que su hermano Pedro despegaba, y su obligación era que no se estrellase. Siempre es mi ángel de la guarda, por eso me enfado con él.
Por aquel entonces trabajaba en Cinco Días, en la sección de maquetación, y, aunque ganaba bien, gastaba mejor. Esther Uriol, con la que me encontré el otro día en El Corte Inglés, y que por méritos, conocimiento del patio, y del mercado, debería ser directora general de comunicación, marketing, publicidad, como Barutell pero del siglo XXI, fue una de las cronistas de mi exposición, y me puso por los aires. Tenía razón, era la primera vez que alguien pintaba para que los ciegos pudiesen disfrutar. Y, con el cariño y apoyo de mi Uriol, cualquiera vende. Fueron muchos más los queridos compañeros, los que me dedicaron páginas y reportajes, sobre una exposición que haría con su puesta en escena grande la apuesta del Museo Tiflológico de la ONCE, al que me dirigí. La putada es que el ingeniero que me recibió, combinaba su ceguera con un nivel de gilipollas que era digno de estudio. Me preguntó que cómo me atrevía a hacer una exposición de pintura para ciegos, si yo no lo era. Le dije que no me hizo falta sacarme los ojos para ver que Bonaparte y Hitler acabarían sus vidas militares muertos de frío en la gran Rusia. Y que me atrevía porque la experiencia había sido vista, entre otros por el tío de Pedro, que es uno de los importantes en esto del arte en España, y había alucinado. ¡Era puro conductismo!
La experiencia era colocar el cuadro en posición inclinada sobre un atril, unos láser imperceptibles que al cortarlos activaban sprays de aromas, dependiendo de la zona… una música muy inteligentemente creada, de tal forma que no se sabía dónde estaba el comienzo. Al final si la música es una verbena, pues eso. Y si el olor es el de la selva y la música una quena… ¡menudo paleto el ingeniero! Jajajajaja… De la exposición regalé un cuadro a Alfonso Rojo, que lo colocó, el muy cachondo, a la salida del ascensor de su casa. Los del ‘Estado de la nación’ con Luis del Olmo, Ussía, Summer, Chumy, Mingote… saltaron al ver mi Bagdad. Un cuadro que se adelantaba un año a la terrible guerra.
Me salió un ‘novio’, un tal Agustín Rodríguez Sahagún, que me propuso irme a pintar a Nueva York, con el encargo de hacer una obra al día. Le dije que me gustaban los churros y el chocolate caliente, y que no quería matar mi neurona. Más adelante, otro fauno de las artes, José Luis Palacios, me encargó un cuadro de ocho metros por cinco, se lo hice, me pagó, quedó encantado, y me encargó más, y le mande a paseo. Ya no quería pintar más. Ahora, a los años, me vuelve la necesidad, y sé que tengo que hacerlo, pero me da susto. He perdido a mi musa en un bote en Mistol.